«He pasado dos años prisionero en un despacho, donde he hecho el sacrificio de no poder admirar las grandes bellezas de la naturaleza que a mí me tienen enamorado1». Un joven Joan Miró de diecisiete años se dirigía así en una carta a sus padres, fechada el 2 de abril de 1911, en la que al final les anunciaba con clara determinación: «Renuncio, pues, a mi vida actual para dedicarme a la pintura».
La libertad fue una de las principales banderas de este artista que siempre huyó de ser encasillado en movimientos como el cubismo, el surrealismo o la abstracción para convertirse con su estilo propio en uno de los mayores artistas del siglo XX.
Como tantos artistas, Miró comenzó a pintar con un estilo figurativo pero al que desde el primer momento imprimió su propia huella. Se formó en la escuela Galí, que utilizaba métodos muy innovadores para la época. Tal y como explica el propio Miró: «Me hacía cerrar los ojos, palpar un objeto, o incluso la cabeza de un compañero, y después me lo hacía dibujar de memoria, con la memoria de mis manos. ¡Sí, este es el origen de mi sentido de los volúmenes y de mi interés por la escultura, aunque haya empezado a hacer escultura bastante tarde! En todo caso, estos desnudos están hechos tanto con la experiencia del tacto como con la del ojo2».
Tras una breve experiencia surrealista en los años veinte, Miró iniciaría su camino en solitario desarrollando su propio lenguaje visual. Durante la década de los treinta creó una iconografía compuesta por figuras humanas de gran colorido sobre unos fondos en los que predominaban los colores oscuros, todo un presagio del ambiente prebélico que desembocaría en la guerra civil española.
El año 1941 supondría un punto de inflexión en la trayectoria de Miró. Fue el año de su primera retrospectiva en el MoMA de Nueva York, algo que consolidó definitivamente su prestigio internacional e influyó en esa generación de artistas que crearían el expresionismo abstracto norteamericano, con autores como Arshile Gorky, Mark Rothko, Robert Motherwell o Jackson Pollock. En esta época Miró había afianzado ya un lenguaje pictórico propio integrando todo el espacio del cuadro en una única superficie, en la que se aglutinaba tanto la forma como el fondo.
Aunque había hecho incursiones ocasionales en la escultura durante los años veinte, cuando estaba involucrado en el movimiento surrealista, por aquel entonces se trataba más bien de colgar objetos en las pinturas para lograr una tercera dimensión. En los años sesenta y setenta, en cambio, la escultura pasaría a ser una disciplina artística más dentro de su amplio repertorio. Miró comenzó modelando cerámicas y fundiéndolas en bronce y acabó dando nueva vida a los objetos que poblaban su estudio. Con ellos construyó nuevas figuras que ensambló y fundió en bronce, pintando sobre ellas en muchos casos en una amplia gama de colores.
Miró consideraba su taller como un huerto, y según él mismo explicaba: «Trabajo siempre en muchísimas cosas a la vez. E incluso en dominios diferentes: pintura, grabado litografía, escultura, cerámica3».
La obra de Miró se encuentra en las colecciones de los principales museos del mundo y cuenta con tres fundaciones (Barcelona, Palma de Mallorca y Mont-roig) abiertas al público donde se puede profundizar en la misma.
La colección Hortensia Herrero incluye dos obras suyas: una acuarela de los años treinta y un óleo de la etapa final de su carrera.